Un martes cualquiera.

Martes, veintitantos, de un mes cualquiera.

Todas las paradas se me antojan compañeras
y sus trenes escarlata nunca frenan
en el andén de tu escalera.

La que no conozco más que por delirios
de un borracho en la misa de réquiem del final de tus caderas.

Suena la canción de la mujer de rojo
Y me recuerda que una vez pasé a tu lado.
La más hermosa de las musas, la más triste de las enamoradas. Acompañada siempre y siempre sola, y tan distante, aunque nunca dijeras nada.

Déjame alguna vez un mensaje grabado.

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Tu foto en la toscana

Una estampa desgastada
me recuerda un velador
donde se hablaba en italiano.

Recuerdo tu colgante,
tu nariz respingona.
El olor de aquel verano.

Una taza de café
entre dedos que se tocan
y corazones enredados.

¿Durará por siempre?
-pensaba él-
¿Volveré a verle?
-pensaba ella-.

Pero el mundo es extraño
y los viajes eternos
cuando tienes diecisiete años.

Los días terminan antes,
las noches no me abrazan.
Pero aún me queda el recuerdo
de tu foto en la toscana.

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Escojo el trampolín.

No quiero más canciones.
No quiero lecturas recomendadas
ni poemas a la sombra
de una taza de café.

Se me antojan claras las amarguras.
Un te quiero nunca dicho,
una palabra más alta que otra
en un cambio de estación

Pero si tengo que correr prefiero
esperar que el tiempo se aclare primero.
Y si tengo que saltar escojo el trampolín.
Y si tengo que remar te espero
en El Retiro de Madrid.

Dónde queda ya la hartura.
Dónde las habitaciones y los juegos de los amantes.
Y la casa donde las sábanas juran
que entregamos los jirones
a la patria de las dudas.

Pero si tengo que correr prefiero
guardas las cartas, quitarme el sombrero.
Yo me bajo en la siguiente parada,
en el lugar en el que no me queda nada
y donde no me llamen caballero.

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No fuiste mía

A veces me escapo.
A veces recuerdo.
Y ese veneno
de beso eterno.

Ojos de plata, piel caramelo.
Es Navidad,
¿Con quién estarás este uno de enero?

No tengo nada
(nada me queda)
solo mi cama
sin tu tormenta.

¿Dónde estarás? Vuelve conmigo.
-Abro las manos-
Sigo pensando que aún te acaricio.

Cierra los ojos,
suéltate el pelo.
Deja que beba
de tu veneno.

Y que los versos
ya no se escriban.
Cómo olvidar que
no fuiste mía.

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Miedo atroz a las alturas

dontlookback
Y si mañana voy a tu casa
y después escribo en tu puerta
será porque no me queda más remedio.

Y preguntarás «¿Por qué?»
y yo diré «¿Por qué no
mejor te escribo en un trozo de papel
y así olvidamos que una vez
estuve cerca?»
Porque estuve cerca…

Pero no creas que no tengo un plan
y es que soy una criatura de costumbres.
Te prometo que
iré
y no volverán a vernos nunca
jamás,
pues pondré un cartel
en tu puerta y un anillo en tu dedo.
Eso será si llego…

Pero llegado ese momento
me invadirá un miedo
atroz a las alturas…
Y yo saldré corriendo
y no podrás saberlo,
igual que no sabrás
nunca
que te quiero.

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Oración a los ignorados.

Afortunado aquel que vela
los sueños que elucubras
y pisa la vereda
que le lleva a verte desnuda.

Bendito aquel que acaricia tus cabellos
y se pierde en enredaderas,
la maraña de tu pelo,
que huele a vientos y a dehesas.

Envidiado aquel que guarde
bajo el pecho tus secretos
y se quede consigo la llave
que abre el cielo de tus besos.

Condenado ese que describe círculos
con las yemas de los dedos en tu espalda
y memoriza la suavidad de tus senos
con injustos labios como aperos de labranza.

Sea entonces cuando -desdicha la mía-
se abran las puertas del purgatorio
y abracen con manos frías
las palabras de este pobre loco.

Camino, pues, la vía de la desesperanza.
La que danza con los malditos,
la que vive en el ignorado,
la que deja que la tierra sea un trago
y el olvido mi destino.

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Hoy, desde ayer, hace mucho tiempo.

Mi querida Laura,

Han pasado ya algunos años. Entiendo que te pueda parecer raro: tú has seguido con tu vida y no tenías por qué haber reparado en alguien que ya tiene la suya aparentemente hecha. Es la verdad más pura y más brutal. Imagino que al leer esto pensarás que son los desvaríos de un loco que se marchita lentamente a pasos agigantados, pero albergo esperanzas de que entiendas que no es más que un intento de sobrevivir a mi propia vorágine personal.

Nunca me atreví y no sin razón. Casi podría decirse que pertenecíamos a momentos de la historia tan separados que parecían universos alternativos, pero aún así te seguí en silencio. No es culpa tuya. Tú te limitaste a darme limosnas que llegaban en forma de pequeños guiños de atención; pequeños gestos cordiales, correctas sonrisas sin maldad. Pero soy así y puede que viera más de lo que alguna vez merecí. Pero me encantaría poder decirte esto alguna vez. Poder cerrar tus ojos con la yema de mis dedos, soplar tus cabellos sobre tu cuello una noche de agosto, mostrarte el mundo que llevo reprimiendo tanto tiempo que ya no tengo esperanzas de que florezca. Sé que no leerás estas palabras viejas, gastadas e inoportunas y sé que no me darás crédito, pero créeme si te digo que no encontrarás lo que buscas por ahí.

Alguna vez (pocas) he estado enamorado de alguien, pero aún recuerdo cómo es sentir esa electricidad que te dilata las pupilas y acelera tu pulso. Sé qué se espera en esas situaciones y sé que estaré a la altura, pero creo que no estás preparada para asumir lo que dices querer encontrar. Sé que todos y todas hablan de esa persona ideal que les regale flores y les haga el desayuno, pero no se acerca ni remotamente a lo que podrías conocer. Algo tan intenso que haría que ardieses tan brillantemente que apenas sí necesitarías algo de ropa para dormir. Palabras con tanto fuego que te sacarían el corazón del pecho. Una obsesión que podría fecundarte con el solo roce de nuestras manos.

Se me acaba el tiempo, querida Laura, y cada día que amanece temo el llegar de la noche, pues es ahí donde me encuentro desnudo ante mis pensamientos y mis imágenes viajando a gran velocidad. Imágenes que se repiten día tras día desde hace tanto tiempo que ya son parte de una rutina de conciliar el sueño. La fuerza de mis dedos no es como antaño, mi espíritu ha sufrido y mi corazón es otro músculo más. Pero tú, querida niña, eres tan joven como yo jamás creo haber sido y la noche te corresponde a ti. Deja que te olvide. Deja que cierre los ojos y consiga curar esta ridícula obsesión. Mátame o cásate conmigo, pero deja que me vaya mientras tú no reparas en cuantas cosas puedo decirte y, de hecho, te digo. Temo el momento en que descubras mi ardid y quieras hallar respuestas o, aún peor, hallar preguntas. No tengo respuestas, no tengo preguntas. Solo una manía estúpida por la melancolía y el blues.

No voy a decir te «quiero que seas feliz» porque nadie te merece más que quien más pueda ofrecerte y te aseguro que tus príncipes encantadores de tres cuartos de hora son pasto de discotecas bonitas y charlas de parada de autobús.

He de marcharme. El tiempo se me acaba y no repetiré jamás estas palabras con nadie.

Adiós.

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Terapia de rincón.

Se sentaba junto a la pared y
no parecía afectado.
Fue un instante acogedor verle aguantar
de pie.

Y es que la gravedad
tiene un compromiso con los incautos
y los que nunca aprendieron
a disimular.

Y a veces pienso que la pena
solo es una compañera accidental
de un montón de sitios, donde
siempre nos espera
en la ruina verdadera y criminal
de las reuniones familiares.

Con pulso firme sacó, 
de un abrigo destartalado,
una pluma y una pistola que regaló
al propietario a cambio de
su mejor licor.

Y pensé «qué extraño»,
pensé que no nos haría daño,
pues la pistola era de su ex-mujer
y la vendió para pagar un año de
terapia de rincón.

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Nunca llueve para los más idiotas

Me puse el traje de los domingos
un martes por la tarde.
Sonaba en la radio del vecino
tu canción.

Podía ser un día como otro cualquiera,
perfecto para escribir otro verso que no verá
la luz del Sol.

Y yo tan contento
y todo era tan perfecto
que no me atrevía ni a mirar hacia tu balcón.

Con un sonoro estruendo
me despertaban hoy tus besos
que, por cierto, le dabas al vecino de al lado
mientras yo pensaba «nadie es perfecto».

Y yo salí corriendo
para ver si era cierto
lo que decía hoy el tiempo
sobre ir a ver cómo nunca llueve
para los más idiotas.

Ahora me queda la duda,
porque por mucho que os mirase
nunca paraba de llover
[y llover y llover y llover…].

Y yo volví corriendo
para ponerte a cubierto
pero llegado ese momento recordé
que no era yo quien se mojaba.

Y estaba tan contento
y todo era tan perfecto
que di la media vuelta
y, porque quise, me mojé,
ahora yo también.

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Injurias y calumnias.

Ayer te vi.
Te volviste a enamorar.
Otro drama personal,
otra pérdida anormal
que sólo te estremece a ti.

Hablarás
y tendremos que escucharte.
Esa música de amantes deplorable
que repite incesante
un pobre solo de violín
que no interesa a nadie.

Y qué fue del amor que nos juramos
perdidos en la lluvia
de un centenar injurias
y calumnias de arrabal.

Y qué fue de los restos del hotel abandonado en el centro
de una lejana capital
repleta de conocidos extraños.

Resulta que tampoco era tan importante.
Las palabras eran síntoma de mal estar constante
donde ambos vomitábamos palabras
que nos habíamos tragado años antes.

Pero ahora eso es lo de menos.
Darás largos paseos,
cogidita de una mano,
y antes de darte cuenta
ya te habrás olvidado.

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